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sábado, 2 de mayo de 2009

Artículo de Juan Villoro: "Un país bajo la influenza"

CATALUNYA, 2 mayo de 2009 (Periódico de Catalunya).- El domingo 26 de abril, el Señor de la Salud salió de la catedral de México. Desde 1691 esta pálida efigie de Cristo no había abandonado su nicho. Entonces se usó como talismán contra una epidemia de viruela y ahora, para combatir la influenza gripe de origen porcino que para el lunes 27 se había cobrado 103 muertes. El Señor de la Salud recorrió las calles entre una nube de incienso y fue llevado al altar mayor de la catedral, donde permanecerá hasta que se supere la emergencia. Cristo es uno de los muchos brigadistas que luchan contra una epidemia que ya ha mandado pasajeros contaminados a Australia, España y Canadá.

A fines de marzo, en La Gloria, comunidad del Estado de Veracruz, donde abundan las granjas de puercos, 400 personas enfermaron de neumonía, cifra desmesurada en una localidad de 3.000 habitantes. El 2 de abril, Veratec, empresa estadounidense dedicada a la bioviligancia, informó de que se trataba de un brote de gripe porcina. El 22 de abril la noticia llegó a la primera plana de los periódicos. Sin embargo, el Gobierno esperó hasta las últimas horas del 23 para informar de la epidemia y suspender las clases en las escuelas. El anuncio fue típico de un presidente sin margen de acción, cuyo sello es la ambivalencia. Habló a las once de la noche, cuando mucha gente ya dormía. Quizá escogió ese momento para que la alarma se mitigara al carecer de audiencia. "Te lo digo para que no lo oigas", tal parecía ser el lema de la presidencia, digna heredera de Cantinflas.

Disciplina extraordinaria


Se reaccionó tarde y de manera poco clara. Sin embargo, el viernes 24 los habitantes del D. F., tan proclives a saltarse un semáforo en rojo, actuaron con extraordinaria disciplina. Los amigos suspendieron cenas y reuniones, la gente dejó de ir al cine (luego los cines cerraron); las misas se suspendieron y solo unos cuantos restaurantes abrieron sus puertas.

Los partidos de fútbol se han celebrado en estadios vacíos como una cruel metáfora de la baja calidad de nuestro balompié. El Ejército ha repartido millones de cubrebocas, dándole a la ciudad sus únicos toques de color celeste. En lo alto, el cielo es una mezcla de polvo y contaminación. Las lluvias se han retrasado y quizá esa sea una de las causas por las que el virus se ha propagado con más fuerza. De día, el aire arde, raspando la piel, y de noche se condensa en una atmósfera sucia, anunciadora de tormentas que no llegan.

En nuestra endeble sociedad abundan las teorías conspiratorias. Hay quienes hablan de "terrorismo de Estado" para referirse a las medidas tomadas por el Gobierno. Aunque los muertos son reales, la Organización Mundial de la Salud (OMS) mantiene a México en un rango 4 de alerta sanitaria y los médicos confirman la gravedad de la epidemia, ciertos opositores al régimen proponen maratones de besos para combatir la "engañosa propaganda oficial". En este país, hasta los estornudos se politizan.
Tampoco han faltado los rumores catastrofistas sobre el posible cierre de comercios. Por suerte no ha habido compras de pánico. Vivimos en la inquietud sin alcanzar la paranoia.

De acuerdo con la información oficial (menos frecuente de lo deseable), los enfermos reaccionan bien a los antivirales y se dispone de más de un millón de dosis (hasta el momento se calculan unos 2.000 contagiados). No hay tumultos en las salas de emergencia, el Hospital General tiene a 10 ingresados por gripe y las clínicas operan a ritmo normal.

Para romper la cadena de transmisión del virus, es necesario que la población tenga poco contacto a lo largo de 10 días, lo que resulta un suplicio para uno de los pueblos más gregarios del planeta. En México solo importa lo que ocurre en compañía. Estamos condenados al infierno del aislamiento.

Días aciagos


Los aztecas ajustaban su calendario con cinco días aciagos, jornadas muertas en las que estaba prohibido actuar. El paréntesis que se nos impone duplica la severidad azteca. Pero no todos acatan la tregua médica. El domingo por la noche, en el barrio donde vivo, el temor no impidió que estallaran los petardos de una fiesta popular y se bailara a ritmo de cumbia. Una arraigada tradición nos lleva a pensar que solo nos contagiamos en los lugares de trabajo.

En México las desgracias se combaten con chistes y abundan los referidos a la influenza. Mi hermana llamó para decirme: "Yo padezco influencia porcina: por eso estoy tan gorda".

El lunes 27 tembló en la ciudad. No fue un terremoto como el de 1985, sino una sacudida repentina, acaso una señal de que la tierra aún piensa en nosotros.

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